miércoles, 4 de marzo de 2015

LO NUEVO SI VIEJO, DOS VECES VIEJO



En cada cultura y en cada época hay palabras que gozan de más prestigio que otras. Estas palabras selectas tienen un gran carisma. Por un lado, poseen el poder de los sortilegios, y con el solo hecho de pronunciarlas se diría que cualquier problema queda resuelto, sea este práctico o teórico, real o imaginario, personal o colectivo; por otro lado, tienen la virtualidad de los tótems de unir y representar a grupos o comunidades que sin su aglutinadora presencia solo serían vagabundas muchedumbres solitarias. Es evidente que estas palabras tótem o abracadabra son oscuro objeto de deseo de tirios y troyanos, profetas y predicadores, reyes y tribunos y, justo es reconocerlo, de ese flautista de Hamelín que todos llevamos dentro. Su posesión es pues materia de competencia y disputa, y aquel que logra apoderarse de ellas tiene en sus manos la llave de la cueva de Alí Baba con todos sus tesoros y ladrones.
 
De esta forma y por ir acercándonos a nuestro tema, si en tiempos pasados términos como “antiguo”, “viejo” o “tradicional” gozaban del privilegio de ser palabras tótem y, por ende, del beneplácito de la mayoría, ahora en cambio son sus opuestos los que disfrutan del carácter de palabras abracadabra y, por lo tanto, del reconocimiento de la generalidad. Estamos en la era de lo moderno y lo postmoderno, de la vanguardia y de la moda,  de la creación destructiva y de la renovación permanente, de lo líquido, si no gaseoso, y de la obsolescencia programada… en definitiva, del culto a lo actual, reciente, fresco, flamante y lozano. Esta religión de lo nuevo ha permeado todas las actividades humanas, entre ellas por supuesto la política. Y así, es casi tan imposible encontrar al substantivo “política” sin la alegre compañía del adjetivo “nueva”, como difícil es hallar en la mala literatura al término “nieve” sin el cortejo cursi de “blanca” o al vocablo “velocidad” sin la presencia rimbombante de “vertiginosa”.
 
Si estimamos como acertada la afirmación de que el amor nos hace renacer y consideramos por un momento que la unión entre las palabras “política” y “nueva” ha sido inspirada por tan noble sentimiento, no podemos sino concluir que el cónyuge “política”, tan vilipendiado y despreciado en los últimos tiempos, ha salido regenerado de su ayuntamiento con la palabra abracadabra “nueva”. Gracias a este recién y afortunado matrimonio, la “política” ha pasado de ser considerada de una actividad profesional cercana a la piratería a ser tenida por promesa de una revitalización democrática y ciudadana. Siempre y cuando sea “nueva”, claro. Cosas del amor y del lenguaje.
 
Pero como ya insinuamos más arriba, no hay objeto de deseo sin competencia, ni boda sin padrinos, y muchos son los aspirantes a portar las arras y llevar del brazo a la feliz pareja “nueva política” en su marcha hacia el altar. Ambición fácil de comprender pues a nadie se le escapa que el afortunado candidato que logre investirse del sacramento de lo nuevo multiplicará por n veces sus posibilidades de llevarse el gato al agua electoral y dejará al opositor vistiendo los santos de la triste soltería, esto es, en la cuneta, almoneda o ratonera de lo viejo, arcaico, anticuado, rancio, fósil, trasnochado y antediluviano. Toda una envidiable luna de miel para el político que arrime ese ascua a su sardina y se lleve al huerto a los recién casados.
 
Pero las palabras no son etiquetas neutras, denominaciones sin origen, voces heredadas de un lenguaje adánico. Las palabras – y sobre todo algunas palabras, entre las que destacan las palabras tótem y abracadabra – son por el contrario espacios semánticos conflictivos, terrenos de significados en pugna, campos de batalla ideológica. Llamar a las cosas por su nombre no es tanto una reivindicación de un hipotético sentido primordial de un término, cuanto un poner en claro lo que realmente cada uno quiere decir con dicho nombre, esto es, un hacer bien explícita nuestra concepción de la cosa. Ese “llamar al pan, pan; y al vino, vino” consiste en exigir que se enuncie con todas y cada una de las letras, no ya solo lo que se quiere significar con lo dicho, sino también por qué y para qué ha sido dicho lo afirmado. A esto se le llama Higiene Semántica Social y es un aspecto fundamental de la lucha ideológica y política para la consecución de la hegemonía. Ahora bien, para que esta higiene en el hablar de las “cosas” tenga razón de ser es necesario pensar: primero, que tales cosas existen fuera de nuestras cabezas; segundo, que nos condicionan independientemente de nuestros deseos; y tercero, que de alguna manera podemos conocerlas y nombrarlas. Y es esta concepción del mundo, el realismo crítico, la que está puesta en solfa en estos tiempos de gaitas y eufemismos, de neolenguas y neopijos, de significantes vacíos y significados vaciados, y de “ni esto, ni lo otro, sino todo lo contrario y a ti te encontré en la calle mareando una perdiz a orillas del Pisuerga que pasa por Valladolid”.
 
Liémonos el realismo crítico a la cabeza y ensayemos un poco de Higiene Semántica Social. Analicemos, pues, ese “al pan, pan y al vino, vino” más de cerca. Con tal objeto, supongamos que el “pan” es nuestra ya conocida pareja de “nueva política”; y el “vino” un lujurioso trio llamado “nuevo sujeto de cambio”. Empecemos por el “vino”:
 
Creo que existen pocas dudas de que el hipotético sujeto de cambio en las sociedades capitalistas más avanzadas es muy diferente del proletariado “sepulturero” de la burguesía de los tiempos del Manifiesto Comunista o de la clase obrera fordista fundamento del estado de bienestar posterior a la segunda guerra mundial. Este presunto sujeto de cambio actual se caracterizaría por su gran estratificación, fragmentación, dispersión, precarización y feminización. Más allá del estado objetivo que le constituye como posible sujeto de cambio: ser explotado y dominado, habría en su seno un amplio abanico de situaciones, una gran diversidad de intereses y unos muy diferentes niveles de conciencia política. Situaciones, intereses y niveles, contradictorios, en ocasiones conflictivos, e incluso contrarios, y siempre difíciles de compaginar. Aclaremos que no nos estamos refiriendo solo a las distintas condiciones que se dan, por ejemplo, entre la clase obrera y la clase media – cuya alianza en imprescindible para la transformación social – sino a las divisiones internas que existen dentro de la propia clase obrera o trabajadora – a la que seguimos considerando como el núcleo de cualquier bloque histórico transformador –  Estamos, pues, ante un sujeto de cambio en extremo frágil y tendente a la disgregación. Un sujeto de cambio además – y esto se olvida con excesiva frecuencia – muy colonizado ideológicamente por la clase dominante: sociedad de consumo, individualismo posesivo, ascenso social, competitividad, meritocracia y pragmatismo.
 
Es de este “vino” del “nuevo sujeto de cambio” del que nace – o debería nacer – la necesidad del “pan” de una “nueva política”, y no, como a veces parece que se quiere dar a entender, de una repentino descenso del espíritu santo desde el mundo de las ideas a las desconcertadas cabezas de los apóstoles de aquí abajo y de los de abajo, gracias al cual, de forma milagrosa y definitiva, los “nuevos” predicadores se verían conferidos del don de lenguas del conocimiento de las sociedades postmodernas y preparados para extender por el mundo la “nueva” buena nueva de la transformación social. Pero, como ya advertíamos, en el saco de las palabras caben muchas acepciones, desde las corteses y valientes a las villanas y traidoras. Y, como ahora avisamos, el viejo adagio de que “todo es bueno para el convento” nos puede conducir a meter al ladrón en casa, a que nos den gato por liebre o a caer en la ilusión de que la totalidad del monte es orégano. Convendría entonces precisar bien el significado de la expresión “nueva política”, no solo para saber a ciencia cierta qué es lo que realmente se quiere decir con ella, sino también, y una vez bien aquilatado el modismo, para comprobar si se lleva o no a la práctica lo que se supone que esa locución predica, es decir, si esa “nueva política” es de verdad nueva, o si en realidad es “pan viejo” para hoy y hambre para mañana.
 
Entonces, si hemos caracterizado al “nuevo sujeto de cambio” como profundamente estratificado, fragmentado, disperso, precarizado y feminizado, parece evidente que la “nueva política” ha de ser una teoría y una praxis que lidie con estas características. Reglas tales como la búsqueda de acuerdos a través del diálogo permanente y la negociación respetuosa; las concesiones mutuas, primando siempre lo que une frente a lo que separa; la renuncia a la posesión de la verdad y a dogmas de catecismo; el rechazo a los cainismos, las capillas y las luchas tribales; la defensa del debate riguroso y en igualdad de condiciones; la resolución democrática de las diferencias; el respeto a las minorías; el fomento de la participación y de las iniciativas de individuos y colectivos; la asunción de la heterogeneidad no solo como mal inevitable sino como potencial riqueza; la lealtad y la confianza entre los representantes y seguidores de las diferentes corrientes y opiniones… parecerían ser los principios más adecuados para tratar de construir un “nuevo sujeto de cambio” en cuyo seno, como ya dijimos más arriba, y a pesar del estado común de sufrir explotación y dominio, cohabitarían distintas situaciones, una gran diversidad de intereses y unos muy diferentes niveles de conciencia política. Situaciones, intereses y niveles, repitamos, contradictorios, conflictivos, incluso contrarios y siempre difíciles de compaginar.
 
Hemos dicho “principios” pero quizás deberíamos haber dicho “medios”. Y ahora tal vez tendríamos que repetir lo de “principios” pero para significar “fines”. Porque esa “nueva política” tiene que definir con claridad no solo sus formas y maneras, sino lo que se pretende alcanzar con ellas. Si el porqué de la “nueva política” nace de las características del “nuevo sujeto de cambio”; el para qué de la “nueva política” tendrá que venir caracterizado por el tipo de cambio que se propone. En definitiva, la “nueva política” también tiene que decirnos qué “vieja sociedad” no quiere y qué “nueva sociedad” propugna. Y en esta tesitura convendría no embarrar el terreno, sino delimitar bien los términos de la cuestión. No se trata de que se defienda la toma para mañana por la tarde del palacio de invierno, tampoco de que se pretenda que los nada de hoy pasado mañana por la noche todo lo han de ser, ni siquiera de que se crea en la posibilidad de una sociedad perfecta en un más lejano futuro; se trata, para hablar en plata, de responder a la pregunta ¿y qué hacemos aquí y ahora con esa cosa llamada capitalismo?
 
Cierto: hay palabras tótem; pero también cierto: hay palabras tabú. Y una buena prueba del algodón de toda ideología es descubrir cuáles son sus palabras tabú. En este sentido podríamos afirmar que una palabra tabú de algunos defensores de la “nueva política” o el “nuevo sujeto de cambio” sería precisamente la acabada de mencionar: capitalismo (otra: clase social) Y no es de extrañar esta su aversión hacia el término “capitalismo”, pues con tamaño substantivo se pueden construir peligrosas e inquietantes oraciones interrogativas del tipo de: ¿es injusto de forma intrínseca el capitalismo?, ¿es sostenible ecológica y humanamente el modo de producción capitalista?, ¿cabe la vuelta, tras la reciente crisis, a un capitalismo de rostro humano?, ¿es posible la libertad, la igualdad y la fraternidad dentro de un régimen capitalista?, ¿se debe tener como aspiración o fin último acabar con el sistema capitalista?, ¿existe alguna alternativa, más justa y que sea factible, al capitalismo?, de existir ¿cuál es y cómo se realiza?, de no existir ¿estamos abocados a la explotación permanente o podemos organizar mecanismos de defensa que palien la barbarie?... Como se observa, mentar la palabra tabú, trasgrediendo su prohibición, puede llevar a las ideologías que la tienen como inaceptable muy lejos… o muy cerca: a enfrentarlas con lo que prefieren no ver o pretenden ocultar.
 
Podríamos resumir lo dicho afirmando que la palabra tótem o abracadabra “nuevo” evidenciará en el teatro de los medios su congruencia entre declaraciones y hechos; mostrará en el espejo de los fines su verdadera faz; y desvelará con sus palabras tabú los pies de barro, la lengua de serpiente o el verbo preciso de su semántica política y social.
 
Y es que hay “nuevas políticas” y “nuevas políticas”. Y algunos “nuevos rostros”, bajo capas de cremas, polvos y pinturas, tienen rasgos, rictus y expresiones tan viejos que ya desde hace mucho tiempo poseen bien conocidos nombres y apellidos en la historia de las ideas políticas. Ancha es Castilla, pero no es oro todo lo que reluce, por lo que convendría comprobar quiénes de los que hablan de “nueva política” y “nuevo sujeto de cambio” están llamando “al pan, pan y al vino, vino”, y quiénes, por el contrario, están calificando de churras a las merinas porque piensan que todos somos como ovejas… y lo nuestro es dar lana y lo suyo pastorear el mercado.