En
cada cultura y en cada época hay palabras que gozan de más prestigio que otras.
Estas palabras selectas tienen un gran carisma. Por un lado, poseen el poder de
los sortilegios, y con el solo hecho de pronunciarlas se diría que cualquier
problema queda resuelto, sea este práctico o teórico, real o imaginario,
personal o colectivo; por otro lado, tienen la virtualidad de los tótems de unir
y representar a grupos o comunidades que sin su aglutinadora presencia solo serían
vagabundas muchedumbres solitarias. Es evidente que estas palabras tótem o
abracadabra son oscuro objeto de deseo de tirios y troyanos, profetas y
predicadores, reyes y tribunos y, justo es reconocerlo, de ese flautista de
Hamelín que todos llevamos dentro. Su posesión es pues materia de competencia y
disputa, y aquel que logra apoderarse de ellas tiene en sus manos la llave de
la cueva de Alí Baba con todos sus tesoros y ladrones.
De
esta forma y por ir acercándonos a nuestro tema, si en tiempos pasados términos
como “antiguo”, “viejo” o “tradicional” gozaban del privilegio de ser palabras
tótem y, por ende, del beneplácito de la mayoría, ahora en cambio son sus
opuestos los que disfrutan del carácter de palabras abracadabra y, por lo tanto,
del reconocimiento de la generalidad. Estamos en la era de lo moderno y lo
postmoderno, de la vanguardia y de la moda, de la creación destructiva y de la renovación
permanente, de lo líquido, si no gaseoso, y de la obsolescencia programada… en
definitiva, del culto a lo actual, reciente, fresco, flamante y lozano. Esta
religión de lo nuevo ha permeado todas las actividades humanas, entre ellas por
supuesto la política. Y así, es casi tan imposible encontrar al substantivo
“política” sin la alegre compañía del adjetivo “nueva”, como difícil es hallar
en la mala literatura al término “nieve” sin el cortejo cursi de “blanca” o al
vocablo “velocidad” sin la presencia rimbombante de “vertiginosa”.
Si
estimamos como acertada la afirmación de que el amor nos hace renacer y
consideramos por un momento que la unión entre las palabras “política” y
“nueva” ha sido inspirada por tan noble sentimiento, no podemos sino concluir que
el cónyuge “política”, tan vilipendiado y despreciado en los últimos tiempos,
ha salido regenerado de su ayuntamiento con la palabra abracadabra “nueva”.
Gracias a este recién y afortunado matrimonio, la “política” ha pasado de ser
considerada de una actividad profesional cercana a la piratería a ser tenida
por promesa de una revitalización democrática y ciudadana. Siempre y cuando sea
“nueva”, claro. Cosas del amor y del lenguaje.
Pero
como ya insinuamos más arriba, no hay objeto de deseo sin competencia, ni boda
sin padrinos, y muchos son los aspirantes a portar las arras y llevar del brazo
a la feliz pareja “nueva política” en su marcha hacia el altar. Ambición fácil
de comprender pues a nadie se le escapa que el afortunado candidato que logre
investirse del sacramento de lo nuevo multiplicará por n veces sus
posibilidades de llevarse el gato al agua electoral y dejará al opositor vistiendo
los santos de la triste soltería, esto es, en la cuneta, almoneda o ratonera de
lo viejo, arcaico, anticuado, rancio, fósil, trasnochado y
antediluviano. Toda una envidiable luna de miel para el político que arrime ese
ascua a su sardina y se lleve al huerto a los recién casados.
Pero
las palabras no son etiquetas neutras, denominaciones sin origen, voces heredadas
de un lenguaje adánico. Las palabras – y sobre todo algunas palabras, entre las
que destacan las palabras tótem y abracadabra – son por el contrario espacios
semánticos conflictivos, terrenos de significados en pugna, campos de batalla
ideológica. Llamar a las cosas por su nombre no es tanto una reivindicación de
un hipotético sentido primordial de un término, cuanto un poner en claro lo que
realmente cada uno quiere decir con dicho nombre, esto es, un hacer bien
explícita nuestra concepción de la cosa. Ese “llamar al pan, pan; y al vino,
vino” consiste en exigir que se enuncie con todas y cada una de las letras, no
ya solo lo que se quiere significar con lo dicho, sino también por qué y para
qué ha sido dicho lo afirmado. A esto se le llama Higiene Semántica Social y es
un aspecto fundamental de la lucha ideológica y política para la consecución de
la hegemonía. Ahora bien, para que esta higiene en el hablar de las “cosas”
tenga razón de ser es necesario pensar: primero, que tales cosas existen fuera
de nuestras cabezas; segundo, que nos condicionan independientemente de
nuestros deseos; y tercero, que de alguna manera podemos conocerlas y
nombrarlas. Y es esta concepción del mundo, el realismo crítico, la que está
puesta en solfa en estos tiempos de gaitas y eufemismos, de neolenguas y
neopijos, de significantes vacíos y significados vaciados, y de “ni esto, ni lo
otro, sino todo lo contrario y a ti te encontré en la calle mareando una perdiz
a orillas del Pisuerga que pasa por Valladolid”.
Liémonos
el realismo crítico a la cabeza y ensayemos un poco de Higiene Semántica Social.
Analicemos, pues, ese “al pan, pan y al vino, vino” más de cerca. Con tal
objeto, supongamos que el “pan” es nuestra ya conocida pareja de “nueva política”;
y el “vino” un lujurioso trio llamado “nuevo sujeto de cambio”. Empecemos por
el “vino”:
Creo
que existen pocas dudas de que el hipotético sujeto de cambio en las sociedades
capitalistas más avanzadas es muy diferente del proletariado “sepulturero” de
la burguesía de los tiempos del Manifiesto Comunista o de la clase obrera
fordista fundamento del estado de bienestar posterior a la segunda guerra
mundial. Este presunto sujeto de cambio actual se caracterizaría por su gran
estratificación, fragmentación, dispersión, precarización y feminización. Más
allá del estado objetivo que le constituye como posible sujeto de cambio: ser
explotado y dominado, habría en su seno un amplio abanico de situaciones, una
gran diversidad de intereses y unos muy diferentes niveles de conciencia
política. Situaciones, intereses y niveles, contradictorios, en ocasiones
conflictivos, e incluso contrarios, y siempre difíciles de compaginar.
Aclaremos que no nos estamos refiriendo solo a las distintas condiciones que se
dan, por ejemplo, entre la clase obrera y la clase media – cuya alianza en
imprescindible para la transformación social – sino a las divisiones internas
que existen dentro de la propia clase obrera o trabajadora – a la que seguimos
considerando como el núcleo de cualquier bloque histórico transformador – Estamos, pues, ante un sujeto de cambio en
extremo frágil y tendente a la disgregación. Un sujeto de cambio además – y
esto se olvida con excesiva frecuencia – muy colonizado ideológicamente por la
clase dominante: sociedad de consumo, individualismo posesivo, ascenso social,
competitividad, meritocracia y pragmatismo.
Es
de este “vino” del “nuevo sujeto de cambio” del que nace – o debería nacer – la
necesidad del “pan” de una “nueva política”, y no, como a veces parece que se
quiere dar a entender, de una repentino descenso del espíritu santo desde el
mundo de las ideas a las desconcertadas cabezas de los apóstoles de aquí abajo
y de los de abajo, gracias al cual, de forma milagrosa y definitiva, los
“nuevos” predicadores se verían conferidos del don de lenguas del conocimiento
de las sociedades postmodernas y preparados para extender por el mundo la “nueva”
buena nueva de la transformación social. Pero, como ya advertíamos, en el saco
de las palabras caben muchas acepciones, desde las corteses y valientes a las
villanas y traidoras. Y, como ahora avisamos, el viejo adagio de que “todo es
bueno para el convento” nos puede conducir a meter al ladrón en casa, a que nos
den gato por liebre o a caer en la ilusión de que la totalidad del monte es
orégano. Convendría entonces precisar bien el significado de la expresión
“nueva política”, no solo para saber a ciencia cierta qué es lo que realmente
se quiere decir con ella, sino también, y una vez bien aquilatado el modismo, para
comprobar si se lleva o no a la práctica lo que se supone que esa locución
predica, es decir, si esa “nueva política” es de verdad nueva, o si en realidad
es “pan viejo” para hoy y hambre para mañana.
Entonces,
si hemos caracterizado al “nuevo sujeto de cambio” como profundamente
estratificado, fragmentado, disperso, precarizado y feminizado, parece evidente
que la “nueva política” ha de ser una teoría y una praxis que lidie con estas
características. Reglas tales como la búsqueda de acuerdos a través del diálogo
permanente y la negociación respetuosa; las concesiones mutuas, primando
siempre lo que une frente a lo que separa; la renuncia a la posesión de la
verdad y a dogmas de catecismo; el rechazo a los cainismos, las capillas y las
luchas tribales; la defensa del debate riguroso y en igualdad de condiciones;
la resolución democrática de las diferencias; el respeto a las minorías; el
fomento de la participación y de las iniciativas de individuos y colectivos; la
asunción de la heterogeneidad no solo como mal inevitable sino como potencial riqueza;
la lealtad y la confianza entre los representantes y seguidores de las
diferentes corrientes y opiniones… parecerían ser los principios más adecuados
para tratar de construir un “nuevo sujeto de cambio” en cuyo seno, como ya
dijimos más arriba, y a pesar del estado común de sufrir explotación y dominio,
cohabitarían distintas situaciones, una gran diversidad de intereses y unos muy
diferentes niveles de conciencia política. Situaciones, intereses y niveles,
repitamos, contradictorios, conflictivos, incluso contrarios y siempre
difíciles de compaginar.
Hemos
dicho “principios” pero quizás deberíamos haber dicho “medios”. Y ahora tal vez
tendríamos que repetir lo de “principios” pero para significar “fines”. Porque
esa “nueva política” tiene que definir con claridad no solo sus formas y
maneras, sino lo que se pretende alcanzar con ellas. Si el porqué de la “nueva
política” nace de las características del “nuevo sujeto de cambio”; el para qué
de la “nueva política” tendrá que venir caracterizado por el tipo de cambio que
se propone. En definitiva, la “nueva política” también tiene que decirnos qué “vieja
sociedad” no quiere y qué “nueva sociedad” propugna. Y en esta tesitura
convendría no embarrar el terreno, sino delimitar bien los términos de la
cuestión. No se trata de que se defienda la toma para mañana por la tarde del
palacio de invierno, tampoco de que se pretenda que los nada de hoy pasado
mañana por la noche todo lo han de ser, ni siquiera de que se crea en la
posibilidad de una sociedad perfecta en un más lejano futuro; se trata, para
hablar en plata, de responder a la pregunta ¿y qué hacemos aquí y ahora con esa
cosa llamada capitalismo?
Cierto:
hay palabras tótem; pero también cierto: hay palabras tabú. Y una buena prueba
del algodón de toda ideología es descubrir cuáles son sus palabras tabú. En
este sentido podríamos afirmar que una palabra tabú de algunos defensores de la
“nueva política” o el “nuevo sujeto de cambio” sería precisamente la acabada de
mencionar: capitalismo (otra: clase social) Y no es de extrañar esta su aversión
hacia el término “capitalismo”, pues con tamaño substantivo se pueden construir
peligrosas e inquietantes oraciones interrogativas del tipo de: ¿es injusto de
forma intrínseca el capitalismo?, ¿es sostenible ecológica y humanamente el
modo de producción capitalista?, ¿cabe la vuelta, tras la reciente crisis, a un
capitalismo de rostro humano?, ¿es posible la libertad, la igualdad y la
fraternidad dentro de un régimen capitalista?, ¿se debe tener como aspiración o
fin último acabar con el sistema capitalista?, ¿existe alguna alternativa, más
justa y que sea factible, al capitalismo?, de existir ¿cuál es y cómo se
realiza?, de no existir ¿estamos abocados a la explotación permanente o podemos
organizar mecanismos de defensa que palien la barbarie?... Como se observa,
mentar la palabra tabú, trasgrediendo su prohibición, puede llevar a las
ideologías que la tienen como inaceptable muy lejos… o muy cerca: a
enfrentarlas con lo que prefieren no ver o pretenden ocultar.
Podríamos
resumir lo dicho afirmando que la palabra tótem o abracadabra “nuevo”
evidenciará en el teatro de los medios su congruencia entre declaraciones y
hechos; mostrará en el espejo de los fines su verdadera faz; y desvelará con
sus palabras tabú los pies de barro, la lengua de serpiente o el verbo preciso
de su semántica política y social.
Y
es que hay “nuevas políticas” y “nuevas políticas”. Y algunos “nuevos rostros”,
bajo capas de cremas, polvos y pinturas, tienen rasgos, rictus y expresiones
tan viejos que ya desde hace mucho tiempo poseen bien conocidos nombres y
apellidos en la historia de las ideas políticas. Ancha es Castilla, pero no es
oro todo lo que reluce, por lo que convendría comprobar quiénes de los que
hablan de “nueva política” y “nuevo sujeto de cambio” están llamando “al pan,
pan y al vino, vino”, y quiénes, por el contrario, están calificando de churras
a las merinas porque piensan que todos somos como ovejas… y lo nuestro es dar
lana y lo suyo pastorear el mercado.